Pobre rico Haití: el «Rey Banana» y sus cortesanos agrícolas (primera parte)

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Las fronteras de Haití son curiosas por demás. El pequeño país limita al este con la República Dominicana, dividiendo en dos el territorio de la isla La Española. Al oeste con el Mar Caribe y al sur, en una olvidada frontera marítima, con la República de Colombia. Pero lo que aquí nos interesa es una frontera no del todo imaginaria, por la que al norte y al nordeste, por más que los mapas quieran indicar lo contrario, Haití limita con los Estados Unidos.

Aquí, en esta región, se concentran la mayor parte de los intereses económicos norteamericanos –y también los de sus socios menore–-. Es el caso de Canadá, esa peculiar colonia norteamericana que a su vez coloniza a otros. Pero también los de Francia, Alemania y otras naciones europeas. Hablaremos en esta y en las siguientes notas de parques industriales, explotaciones y prospecciones mineras, emprendimientos turísticos de enclave, acaparamiento de tierras y zonas francas agrícolas. Eso sin contar algunas iniciativas non sanctas en otros puntos de la geografía, como por ejemplo el secuestro de islas enteras, el tráfico de estupefacientes o los lupanares fiscales en donde el dinero ingresa sucio y sale libre de culpa y pecado.

Pero es en la región nordeste de este “pobre rico” país, en donde no casualmente se ha amasado el poder del que goza el actual presidente de facto, Jovenel Moïse, quien ha hecho de este territorio su feudo personal, del acaparamiento de tierras su modus operandi, y de sus alianzas económicas con los capitales transnacionales, legales y extralegales, el verdadero fundamento de su poder.

Para eso viajaremos al corazón de las comunidades afectadas por lo que, tras el devastador terremoto del 2010, se ha dado en llamar la “Reconstrucción de Haití”. En esta primera nota, hablaremos –parafraseando a Eduardo Galeano– sobre el “Rey Banana” Jovenel Moïse y sus numerosos cortesanos agrícolas. Pero antes echemos una mirada a la situación de las zonas rurales y del campesinado local.

Descalzos

De cada dos habitantes del país, uno vive en el campo. Pero un porcentaje aún más alto de la población, alrededor del 66%, depende y subsiste en relación a las zonas rurales y la producción agrícola. Según un estudio de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la población urbana sobrepasó a la rural recién en los últimos cinco años, y la diferencia actual es de apenas unas 100 mil personas.

La niñez y la juventud campesina, las más afectadas por las políticas de acaparamiento de tierras.

La tierra es, en todo lados, finita y vital. Pero lo es aún más en un territorio cubierto de extensas cadenas montañosas, y en donde la frontera agrícola retrocede con cada metro ganado por la deforestación y la desertificación, considerando que el país conserva apenas un 2% de su cobertura vegetal original. No es de extrañar entonces que buena parte de la población campesina sea pobre: se trata de los llamados pyè atè, los “pata en tierra”, los descalzos.

Durante mucho tiempo, sin embargo, un hecho de radicalidad inédita pudo al menos garantizar a los haitianos un pedazo de tierra donde producir y reproducir la vida. Desde la Constitución revolucionaria de 1805, la propiedad de la tierra fue negada a los extranjeros bajo argumentos de soberanía y dignidad nacional, convirtiéndose en un obstáculo a la implantación plena del capitalismo en la isla. Al menos hasta la abolición definitiva de dicha prohibición en el año 1915, bajo el manto de la ocupación norteamericana.

En la actualidad, encontramos en Haití alrededor de 600 mil explotaciones agrícolas, organizadas en pequeñas parcelas –jaden– de entre 0.5 y 1.8 hectáreas de extensión. La agricultura campesina es en su enorme mayoría familiar y tradicional, pero podemos encontrar un sin fin de formas de propiedad, trabajo y usufructo de la tierra: propietarios familiares, arrendatarios, medieros, jornaleros, aparceros, entre otros. Los instrumentos, rústicos, no pasan la mayoría de las veces de los tradicionales pico y machete, sin animales de tiro por lo general, sin maquinización de ningún tipo, sin fertilizantes químicos, con semillas nativas, todo bajo un régimen de agricultura pluvial. Pese a la enorme contribución de la agricultura campesina a la riqueza nacional –alrededor de un 25% del Producto Interno Bruto (PIB)–, los aportes del Estado al sector son prácticamente nulos.

Del otro lado de la ruralidad, un selecto grupo de familias, por lo general residentes en el extranjero, así como un puñado de empresas transnacionales, concentran aún cerca de la mitad de las tierras disponibles y en muchos casos, lo que es peor, las mantienen improductivas.

Un réquiem para el libre mercado

Comer lo que no se produce y producir lo que no se ha de comer. He ahí el secreto de la agricultura de exportación, deslocalizada y financiarizada que se promovió en el país las últimas décadas. Un hito fundamental de su implantación fue la política de liberalización comercial y financiera impuesta a mediados de la década del 80, con el concurso del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Departamento de Estado norteamericano y la acción entusiasta del inefable Bill Clinton –un autodenominado “amigo de Haití” cuya amistad, sin embargo, aquí nadie quiere corresponder–.

A mediados de los 90 esta política se profundizó, por lo que los aranceles a la importación de arroz cayeron desde un 35% a un 3% por presión externa. Ese mismo año los Estados Unidos invirtieron 60 mil millones de dólares para subsidiar su propia producción arrocera. El llamado dumping desplomó la producción de Haití desde las 130 mil a las 60 mil toneladas. Los precios de venta del campesinado, expuesto a la competencia desleal con el hiper-subsidiado farmer norteamericano, llevaron a la ruina y al éxodo a miles y miles de campesinos. Se generó así un círculo vicioso de ruina agrícola, desempleo, hambre, asistencia alimentaria externa, imposibilidad de competir con el alimento “gratis” enviado al país, y nuevamente más ruina, desempleo, hambre, entre otros.

El Valle del Artibonite, corazón de la producción arrocera del país, en crisis terminal desde la década del 90.

Como resultado, Haití pasó de ser prácticamente autosuficiente en la producción del elemento principal de su dieta nacional a importarlo masivamente. Aunque el caso del arroz sea el más dramático, está lejos de ser el único. La nación pasó de importar menos del 20% de sus alimentos a comienzos de los 80, a importar más del 55% del exterior en la actualidad, sobre todo desde Estados Unidos y República Dominicana.

Este ciclo redundó en la destrucción parcial de la tradicional agricultura campesina. Hay quien la llamará “de subsistencia” pero para el campesino local se trató en cambio de una agricultura “de abundancia”, si consideramos como la liberalización comercial ha generalizado el fenómeno del hambre en la actualidad. Por otro lado, la relación entre asistencia alimentaria y hambre es directa, como sucedió con el programa «Tikè Manje» y otros desarrollados por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), a través de sistemas de cupones de compra que solo permiten a la población acceder a productos norteamericanos.

Agritrans S.A.: la nave insignia

Sobre este escenario de tierra arrasada comenzó a tomar forma, tras la coyuntura del devastador terremoto de enero del 2010, el proyecto de agricultura transnacional, desterritorializada y financiarizada. Transnacional, por la gravitación dominante de los capitales externos, más allá de la resonada publicidad de ciertos “emprendedores” locales. Desterritorializada porque el espacio local se vuelve una suerte de no lugar para los capitales que moldean el territorio a su imagen y semejanza: lo mismo valen las bananas de Haití o de Guadalupe, la soja de Brasil o Paraguay, el azúcar de caña del Caribe o el azúcar de remolacha europeo, entre otros. Y financiarizada porque lo que esta agricultura tiende a producir no son alimentos, sino divisas. Se trata, en definitiva, de una agricultura que no sacia a nadie más que al hambre de valorización del capital.

Un rodeo cauteloso de la mano de un buen baqueano local nos permitió ingresar en las tierras de Agritrans S.A., la empresa del presidente de facto Jovenel Moïse, la cual saltó a la fama por su involucramiento en uno de los mayores desfalcos de fondos públicos de la historia del país, por un valor equivalente a un cuarto del PIB nacional. Así lo constataron sendas investigaciones del Senado –antes de su clausura en enero de 2020– y del Tribunal Superior de Cuentas, antes de su reducción, por decreto presidencial, a nada más que un mero órgano consultivo.

Un temor reverencial envuelve todo lo relativo a esta extensión fundiaria entre los habitantes de la zona de Limonade y Terrier-Rouge, en el Departamento Nordeste. Y para quién no sienta temor ni respeto, allí están las postas de guardias armados para recordárselo. Estos dieron la voz de alto y amenazaron con disparar apenas reducimos la velocidad en la moto en que recorrimos su perímetro sobre la Ruta Nacional Número 6. Imposibilitados de filmar o fotografiar sus accesos, debimos entrar clandestinamente al predio por unos alambrados torcidos a la vera de un canal. Sorpresivamente, una planicie yerma se extendió entonces ante nosotros. Sea por los daños ambientales resultantes de una producción intensiva sin rotación de cultivos, o  quizás porque la tenencia de estas tierras sirve hoy más a la afirmación de poder local que al proceso de acumulación real, no vimos ni rastros de un sembradío. Agritrans S.A. es hoy un enorme latifundio baldío, rodeado de multitudes campesinas que no pueden acceder siquiera a un “pañuelo de tierra”, según la elocuente expresión local.

Aquí se implantó el proyecto “Nourribio” desde el año 2013, en las tierras del que se convertiría leugo en el presidente del país. Las mil hectáreas frente a las que nos encontramos fueron donadas para un proyecto que contemplaba la producción intensiva de bananas, destinadas principalmente a la exportación hacia los países occidentales. Adquirió además la forma de zona franca, quedando exonerada de impuestos y otras erogaciones. La tierra para su implantación fue expropiada a tres mil campesinos, y otorgada en concesión por un plazo, renovable, de 25 años. Las aludidas promesas de empleo quedaron muy por debajo de las expectativas: apenas 200 personas estaban siendo empleadas, según informaciones del año 2014. ¿Y las personas expropiadas? El pequeño monto de su indemnización fue utilizado en las pequeñas necesidades de la vida cotidiana. Sin tierras donde trabajar ni producir, sus “beneficiarios” pronto se vieron desempleados, expulsados a la capital o al extranjero, o reducidos al hambre, cuando no una combinación de todas las posibilidades anteriores.

Según el especialista Georges Eddy Lucien, ante la crisis de la producción bananera en los departamentos franceses de ultramar (Guadalupe y Martinica), “el Nordeste –de Haití– aparece a los ojos de los inversores o de las instituciones internacionales como un territorio ideal y alternativo, donde los costos de producción (mano de obra, tierra disponible) son netamente inferiores…”. La pauperización del trabajador y la trabajadora haitiana, han llevado a que el salario de un trabajador agrícola pueda llegar a ser 25 veces inferior –¡25!– que los de un martiniqués. Ni que hablar si lo comparamos con los salarios promedio de un francés o un norteamericano.

La historia es un boomerang. El primer cargamento de Agritrans llegó al puerto de Amberes, Bélgica, en 2015. El mismo puerto que floreció durante la trata esclavista y durante el reinado de Leopoldo II. Ayer llegaban allí miles de kilos de marfil y caucho, producto de la explotación esclavista en el Congo Belga. Hoy se trata de bananas provenientes de Haití, producidas por una de las fuerzas laborales más pauperizadas del planeta.

Operación despojo

Sin embargo, al menos la construcción de Agritrans S.A. implicó mecanismos que llamaremos cuasi-legales –aunque no morales– a través de la expropiación y la indemnización de propiedades campesinas, recaudos tomados, quizás, por la visibilidad internacional del proyecto.

Pero la política de acaparamiento de tierras se ha profundizado en los últimos años, según lo manifestó la dirigencia de las principales organizaciones campesinas durante unreciente coloquio sobre el tema realizado en la región central. Allí, por ejemplo, el gobierno nacional cedió por decreto nada menos que ocho mil 600 hectáreas de tierras fértiles a la familia Apaid, una de las más ricas del país. Se supone que allí se construirá otra zona franca agrícola, pero esta vez para la producción y exportación de stevia para la multinacional Coca-Cola.

Christiane Fonrose y su esposo preparan carbón vegetal en las tierras apropiadas de Terrier Rouge.

Pero volvamos al Nordeste. Tras largas caminatas por caminos rurales intransitables, anegados por la lluvia, el barro y la desidia estatal, pudimos visitar varias comunidades que han sufrido y enfrentan hoy el despojo de sus tierras por parte de latifundistas locales, empresas extranjeras y bandas armadas.

En Terrier Rouge, nos relata Irené Cinic Antoine del movimiento “Pequeños plantadores” que su posesión de una importante parcela de seis mil hectáreas de tierra se remonta al año 1986. Y que en 1995, bajo el gobierno progresista de Jean-Bertrand Aristide, se inició el proceso para legalizar su tenencia. Desde entonces las tierras comunes estuvieron divididas entre las labores de la agricultura, la siembra de árboles para carbón vegetal y la ganadería. Incluso su derecho de propiedad llegó a publicarse en el periódico oficial del Estado, pero tiempo después los documentos probatorios fueron desaparecidos por manos anónimas.

Hace poco más de un año un grupo fuertemente armado irrumpió desbaratando los cultivos, robando o asesinando sus animales, destruyendo las cercas, las edificaciones y sus escasos implementos agrícolas. Evidentemente no se trató ni de vecinos ni de aficionados, dado que el operativo contó con el despliegue de costosas maquinarias bulldozer. Aún hoy las tierras del despojo permanecen improductivas, y los campesinos son amenazados constantemente para que no intenten recuperarlas. Hasta el momento ninguna instancia estatal les ha dado respuesta. “Sin la tierra, afuera de la tierra, los campesinos no valemos nada. Nosotros mismos los votamos, pero parece que ahora ya no nos necesitan” concluye Antoine.

También conversamos con Christiane Fonrose y su esposo, mientras ambos atizan el fuego de la montaña de tierra en cuyo interior arde la madera que se convertirá en carbón. Se trata de uno de los escasos medios de supervivencia que quedan en la región, aunque sus costos ecológicos son bien conocidos por todos, en particular por el campesinado. Desde su fe inquebrantable, nos relata Fonrose: “La tierra es una cosa de Dios, que Dios creó para nosotros. Antes de crear a sus hijos, Dios creó la tierra. (…) Pero después nos quitaron la tierra de las manos. Hoy en día no tenemos donde sembrar, donde pastar algunos pequeños animales, los niños no pueden ir a la escuela (…) Estamos en una situación muy difícil”.

También pudimos visitar a organizaciones campesinas de Grand Bassin que resisten en estos momentos la hostilidad permanente de actores invisibles que pretenden adueñarse de tierras que les fueron cedidas por el Estado, nuevamente durante los tiempos de Aristide. Luego de una nueva y larga marcha por los difíciles caminos rurales, nuestra entrevista debió discurrir bajo una lluvia sin tregua, dado que hasta los techos y las puertas de la pequeña vivienda que se emplaza en la parcela les fueron robados. Aquí, a la vera de montañas ricas en minerales, mil 500 campesinos y campesinas organizadas supieron trabajar 148 kawo de tierra (cerca de 200 hectáreas) para producir de forma soberana y agroecológica caña, maíz, mandioca e incluso miel y kleren –un aguardiente de caña campesino–.

Los y las campesinas de MOPAG resisten desde años los intentos de desalojos en Grand Bassin.

Hoy apenas quedan unas 350 personas, entre ellos un puñado de jóvenes apenas: la mayoría se han visto forzados a migrar a la capital Puerto Príncipe o incluso al extranjero. En la larga guerra de asedio que sufren desde entonces, apenas si el Instituto Nacional de la Reforma Agraria (Inara) se atrevió a tomar partido por ellos. Casualmente, según trascendió en estos días, el gobierno de Moïse buscaría eliminar este organismo en la nueva Constitución que ahora prepara. Según Wilson Messidor, dirigente de MOPAG, el proyecto de despojarlos de sus tierras estaría estrechamente vinculado a los recursos mineros de la zona, y a la construcción de los llamados village, barrios residenciales semi cerrados que la Usaid construye para los obreros de las zonas francas.

La Usaid aparece, de hecho, como la autoridad civil de facto en estos territorios, y sus proyectos no cesan de crecer y multiplicarse como lo indican los numerosos carteles que se emplazan a la vera de los caminos. Según nos refiere de forma anónima un ingeniero cubano, la mega organización de cooperación norteamericana opera a través de préstamos y proyectos, endeudando al estado y a las comunidades, para garantizar así el control de áreas estratégicas por sus recursos hídricos o mineros.

Poco importa, siguiendo la metáfora de Eduardo Galeano, si el monarca es el Rey Banana, la Reina Stevia o el Rey Manufactura. Haití sigue siendo determinado por las bendiciones de la naturaleza y las maldiciones de –quienes dominan– la historia. Seguiremos, en la próxima nota, desentrañando los misterios de este “pobre rico país” que, en la división internacional del trabajo, ha sido sometido a la tarea de exportar pobreza e importar ayuda humanitaria. Hablaremos allí de las zonas francas industriales y del rocambolesco proyecto de hacer de Haití el “Taiwán de América”.

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Lautaro Rivara Sociólogo, periodista y ensayista

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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