Gracias, Roque… (+ libro)

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Por Régis Debray

Algunos seres están tan cerca de nosotros, que a la postre se vuelven invisibles. No se puede hablar de ellos porque también, al mismo tiempo, habría que hablar de sí. ¿Y cómo hacer lo uno sin lo otro, si ellos son parte de nosotros, si son lo mejor de nosotros mismos? El pudor nos cierra la boca, y el silencio se instala poco a poco. Entre vivos, no es indiferencia, es una complicidad del todo natural que puede prescindir de juramentos y explicaciones. De tarde en tarde, una carta, un mensaje, una breve señal de faro allende las distancias; y he ahí que los amigos caen en su noche; esa noche que cada uno es para sí mismo. Pero de repente, alguien nos dice al pasar: tú sabes que fulano acaba de morir; y solo entonces reparamos en que habíamos vivido con él, gracias a él, por él, aun sin darnos cuenta de ello. Demasiado tarde: henos aquí amputados, disminuidos, solos.

Roque Dalton era uno de esos pocos seres fuera de alcance, una de esas vivas  videncias que nos acompañaban sin ruido y que, incluso, no pensábamos que necesitábamos evocar: de tal manera eran evidentes. En 1965, en Praga, me había hecho descubrir América y los problemas del socialismo. Después, en Cuba, habíamos reflexionado y discutido juntos, enteramente felices de ver cómo esos problemas, a nuestro alrededor, encontraban solución, y cómo un pueblo podía ir inventando su camino dentro de la dignidad y el buen humor. Cuando caí prisionero en Bolivia, un día de 1967, fue el primero (y, por lo tanto, posiblemente sigue siendo uno de los últimos –tan grande era su lealtad–) en defender, explicar, desarrollar ese ensayo empírico que era ¿Revolución en la Revolución? Él podía hacerlo bien: las ideas centrales de esta obra de circunstancia le pertenecían tanto como a mí. A mi regreso, nos encontrábamos frecuentemente en La Habana; e incluso brindamos juntos en Santiago de Chile, cierto primero de año de 1973. Su pasión revolucionaria no había cambiado, su comprensión de los problemas revolucionarios se había aguzado. Un año más tarde, lacónica y chistosa como él, me llegaba una carta de su país natal, su país-cementerio. Ella expresaba la dicha que él tenía de luchar en casa, con los pies sobre la tierra; la dicha que tenía de estudiar, de probar sus ideas en el terreno, de rectificarlas y afinarlas a través de las pruebas del fuego. Y de pronto, la noticia, dos veces horrible, que a todos nos obliga a romper el silencio.

Porque Roque no ha muerto. Lo han asesinado innoblemente. No es, pues, posible callar por más tiempo: sería dejarles ganar el pleito a los asesinos, entrar en su juego, asegurarles la impunidad. Diré aquí, pues, lo mínimo, en espera de un día mejor, prefiriendo pecar, por el momento, de laconismo antes que de redundancia. Roque mismo detestaba demasiado el énfasis y la falsa solemnidad para tolerar ahora un panegírico. Amaba demasiado la dialéctica y el diálogo para permitirnos esta facilidad: responder con el ditirambo funerario a la abyección de sus asesinos. Reléase su magnífico poema a Lenin, que la Casa de las Américas publicó en el centenario de su nacimiento: «Vladimir llich vuelve allí a la vida». Roque lo interpela, y el diálogo se trenza.

Hablar de igual a igual con un gran muerto no es irreverencia, es la mayor expresión de confianza. Roque Dalton era un militante revolucionario de carne y hueso, no hagamos de él una imagen piadosa. Los chacales han abatido a un hombre, todo un hombre y nada más que un hombre, que los desafiaba desde su simple altura de hombre: solo eso hasta para volver inexpiable este crimen.

Roque era la vida misma. Desde que entraba en una habitación, con su porte modesto y despreocupado, sus ojos risueños y tiernos, su cara de muchacho travieso, algo en el aire empezaba a moverse, a chispear, a bailar. Una alegre fraternidad pasaba de boca en boca como una copa de champán. En cuanto lanzaba, inopinadamente, según su costumbre un espléndido retruécano; una alusión un poco picante, algo salaz; una aproximación un poco barroca de ideas, algo delirante, los rostros más reacios se alegraban, y entonces se entablaba un nuevo diálogo, más vivo, más amplio. Este diablo de hombre se las ingeniaba siempre para poner un grano de locura en las discusiones ideológicas más rigurosas, y para evocar a Lenin, a Fidel o a Kim II Sung en medio de las conversaciones más frívolas. Sin duda, este paradójico vaivén es el arte supremo de vivir, y un buen método para conducir su pensamiento. Lo afectado, lo melancólico y lo pomposo provocaban en él la broma, y para enojarse estallaba en carcajadas. Como este antiguo discípulo de los jesuitas había conservado una robusta alergia a todo lo que olía a eclesiástico, este apasionado se burlaba de los devotos y de los falsos ascetas, tenia su manera de testimoniar que la Revolución y la vida son la misma cosa. La muerte y los buitres de la contrarrevolución vencieron su fuerza vital, pero no nos arrebatarán su sonrisa ejemplar; nunca encarnecedora, siempre maliciosa.

Cuadernos Casa, junio de 1970, «Año de los diez millones».

El maravilloso compañero que ha pagado en su carne la gravedad de la Revolución, era, en realidad, demasiado serio para copiar lo que se ha llamado «espíritu de la seriedad», esa manera de identificarse absolutamente con su imagen, con su papel, y encerrarse en él de una vez para siempre. Eterno adolescente, «la impaciencia de los límites», y en primer lugar de los suyos propios, lo empujaba hacia adelante: siempre en marcha, en el trabajo, saliendo al descubrimiento de un autor, de un país, de una historia nueva, terminando un poema para comenzar un reportaje, interrumpiendo un ensayo para retomar una novela, y pasando de una mano a la otra la pluma o la metralleta, sin jactarse nunca de ello. Por eso, el que se atenía a las apariencias podía no tomar en serio a este muchacho risueño que un día me presentó a un muchacho de su edad que era su hijo. El tiempo parecía deslizarse sobre él sin envejecerlo, y él ponía tanto cuidado en ocultar su erudición, por delicadeza, por modestia, que a veces uno se olvidaba de que él era uno de los mejores conocedores de la historia del marxismo internacional, y, en particular, latinoamericano. Era una mina de conocimientos, pero prefería la anécdota a la cita. Cosa extraña: no recuerdo haber visto a Roque triste o deprimido una sola vez; sin embargo, releyendo sus poemas, se percibe en ellos el eco de no se sabe qué melancólica soledad, de no se sabe qué presentimiento. Pues no hablaba de si más que a sí mismo: en silencio, en el papel.

Este nómada había encontrado un fuego: la Revolución; y un hogar: Cuba. Pero la América Central no dejaba de habitarlo. Era su leyenda y su historia, su cosmos familiar, su memoria colectiva. Podía burlarse de su país, de sus costumbres provincianas, de su trágica pequeñez, del anticomunismo antediluviano de su clase dirigente, pero no permitía a ningún otro hacerlo: esa era su patria, transitoriamente desfigurada; un día le restituiría su verdadero rostro. En el fondo, este falso cosmopolita solo soñaba con volver a su redil., «Un poco de internacionalismo», decía Jaurés, «nos aleja de la patria; mucho, nos vuelve a ella». iLe haría falta bastante para volver a su aldea, luchar en la sombra y en el riesgo, sacrificando por El Salvador, su país, Europa, Vietnam, Corea, América!

Lo han matado. ¿Por qué? Porque este francotirador era peligroso. Excelente tirador y de una franqueza sin compromiso, había acumulado demasiada experiencia y lucidez para no confundir a los revolucionarios tartufos, a los falsos amigos de la Revolución, a los títeres que lo eliminaron por cuenta del enemigo. Sus aires de enfant terrible no podían engañar al imperio y sus lacayos, cuyo único grito de reunión sigue siendo el del manco fascista Millán Astray, en Salamanca, ante Unamuno: «iViva la muerte!».

Quisieron suprimir al hombre para apagar la idea. Queda la obra; esa obra múltiple, cambiante, compleja, que incluso no habrá tenido tiempo de ordenar por entero, como si su vida fuera demasiado rápida, más rápida y más densa que lo que pudiera publicar de ella. Este andariego siempre disponible disponía, en efecto, de una sidérea capacidad de trabajo. Sin embargo, persisto en pensar que, por grande que sea la obra, el hombre era más grande. Póngase juntos al poeta, al novelista, al ensayista político, y no se obtendrá todavía al autor que excedía esta simple suma, que era la viva unidad de ella. Es que él se debía a la Revolución, unidad superior, pero todavía por venir, que ha fragmentado su mensaje esencial en mil mensajes particulares, facetas de un diamante central que su muerte nos ha escamoteado. De eso también tendrán que rendir cuenta sus asesinos.

¿Se dirá que la urgencia de la lucha contra la opresión, por los trabajadores, por el socialismo, le arrebató su obra? ¿A espaldas suyas, sin saberlo? No. El escritor Roque Dalton había elegido deliberadamente esa humildad, arrostrado ese destino, de frente. Se echó sobre los hombros esta responsabilidad suprema, con los ojos bien abiertos y sin que su voluntad se doblegara. Fue él mismo quien se colocó a la altura de lo que llamaba «nuestra dantesca historia contemporánea», y dantesca fue su propia historia. De golpe y de manera premonitoria, había puesto su pensamiento en armonía con su vida; de manera que, estoy seguro de ello, su muerte –irrisoria y patética– ciertamente no lo sorprendió. Con frecuencia había hablado de eso, sin fatalismo, pero sin cólera. Incluso la describió en el preámbulo de una novela todavía inédita. Esa muerte violenta, no solo la esperó: la quiso y hasta la explicó. Escúchesele pues:

En la América Latina, el escritor es generalmente el outsider (sobre todo en el sentido político), mientras no es asimilado por la digestión del sistema. Independientemente de determinados vedettes que incorporados a la industria de la enajenación cobran con su alto status social los dividendos del régimen, el escritor o artista latinoamericano promedio lucha en distintos niveles contra el régimen que lo discrimina, lo humilla y lo persigue: y más que el poeta y el escritor, es el subversivo, el perseguido, el preso, el torturado. Y comienza a ser el asesinado. (Casa de las Américas, No. 56, septiembre-octubre de 1969, p. 12).

De su compromiso político, había hecho su teoría: y su teoría la puso en práctica. Con Roque Dalton, se dio un fenómeno excepcional: la fusión en un mismo hombre de la vanguardia literaria y de la van guardia política –él precisó en honor a las circunstancias, «político-militar»–. «La situación moral del intelectual latinoamericano que ha llegado a la comprensión de las necesidades reales de la Revolución solo podrá ser resuelta en la práctica revolucionaria, en la militancia revolucionaria. Está obligado a responder con los hechos a su pensamiento de vanguardia so pena de negarse a sí mismo…». Roque respondió a esta frase con su vida. Respondiendo así a las objeciones que pusiera en mi boca hace seis años: «De lo que se trata es de no forjarnos coartadas con nuestras cárceles, con nuestros sudores o nuestras cicatrices –y este era el miedo que Régis Debray tenía a mi respecto cuando me miraba beber tanta cerveza en Praga– sino de dar todos un paso hacia delante» (Casa de las Américas, ídem). Fue él quien dio ese paso hacia adelante, tanto en su arte como en su vida, y hoy soy yo quien bebe cerveza. Las coartadas se han invertido…

Detengámonos aquí. Siento demasiado todo lo que estas palabras tienen de pura ceremonia, cuando lo que se necesitaría son actos de guerra. Si Roque pudiera hablarnos, creo que nos diría con su sonrisa maliciosa: al menos, haga que mi muerte sirva para algo. Él puede estar seguro. Ella nos ha servido. Después de esta fechoría, tenemos una razón más para odiar al enemigo común. Nuestro odio al imperio y a sus mercenarios, a sus aliados subjetivos y objetivos, se ha hecho, gracias a él, aún más draconiano, aún más implacable, mucho más mineral.

Gracias, Roque.

París, 6 de octubre de 1975.

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Régis Debray Filósofo y escritor

Tomado de de/sobre Roque Dalton, Casa, Cuba, 2010.

LIBRO «¿Revolución en la Revolución? y la crítica de derecha», por Roque Dalton.

Link de descarga https://es.scribd.com/document/338028695/Roque-Dalton

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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