Países sumergentes y países sumergidos

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Por Alejo Brignole

Las problemáticas derivadas del subdesarrollo, como la falta de agua, los déficits educacionales o de infraestructura, son de origen político, más que técnico, cuyas etiologías debemos aprender a observar y reconocer.

En el gran tejido humano, al igual que en la naturaleza y el cosmos, toda acción produce una consecuencia, una reacción que involucra e influye al receptor, sea éste un ser vivo o el propio entorno. Es decir que afecta invariablemente a la realidad o cualquiera de sus partes.

En el universo político que articula la civilización todo está igualmente interconectado, –igual que en la Pachamama– en donde cualquier alteración termina afectando al conjunto, aunque no veamos con claridad las relaciones causales que unen los eventos.

Para ejemplificar esto, digamos que si en un país falta el agua debido a que sus infraestructuras se corresponden a un nación subdesarrollada, en el extremo opuesto del mundo alguien puede abrir su grifo y tener agua pura y abundante gracias a que otros no pueden hacerlo. Y aunque cueste ver la conexión entre ambos episodios, éstos se hallan en sintonía. Es decir, el uno posibilita al otro.

Por muchos años, quizás dos o tres siglos –desde la aparición de teóricos como John Locke o Adam Smith, o más modernamente por economistas como el estadounidense Walt W. Rostow– nos dijeron que el subdesarrollo es parte del camino que hay que recorrer para llegar a un desarrollo pleno. Que el atraso es un estadio inevitable y necesario que culminará (algún día lejano y difuso) en nuestro arribo al Primer Mundo. Casi nadie, o tal vez muy pocos, explicaron que el mundo se divide en zonas de sufrimiento y zonas de confort. En un centro que disfruta, goza y crece indefinidamente; y una periferia que padece, acata y provee a esa centralidad que vive con altos estándares de comodidad y desarrollo.

También crearon el eufemismo de países emergentes, para describir a aquellos que emergen de alguna profundidad gracias al éxito reciente de sus economías.

Algunos académicos y estudiosos, ya por la década de 1960 –Marx ya lo había hecho un siglo antes– comenzaron a descifrar el carácter orgánico del mundo actual, que funciona con esta dinámica desigual y básicamente injusta, además de deshumanizada. El alemán André Gunder Frank con su libro de 1967 Latinoamérica: Subdesarrollo o Revolución, o con la obra de 1975, Sobre el Subdesarrollo Capitalista, ya daba cuenta de los procesos que afectaban a nuestra realidad y que eran productos de esta articulación elitista y deliberada. También el estadounidense Immanuel Wallerstein y sus acertadas premisas dentro de lo que él denominó Sistema Mundo, describe las interrelaciones causales entre el desarrollo de unos pocos países y el atraso sistémico de la mayoría de las naciones, que ocupan un lugar X en la periferia mundial. Es decir, con más o menos subdesarrollo.

Ya hoy es aceptado como una nomenclatura rígida y válida, que existe un Primer Mundo rico, avanzado, opulento y tecnificado, y luego una miríada de países subcatalogados según su grado de precariedad o ausencia de desarrollo digno de ser llamado así. Hoy utilizamos todos –pobres y ricos– estas categorizaciones para definir un statu quo, que además es subordinante y excluyente.

De esta manera existen países en vías de desarrollo, cuyo enunciado ya es una falacia, debido que jamás alcanzarán tal desarrollo en el actual esquema asimétrico que plantea el capitalismo, como ya hemos visto. También crearon el eufemismo de países emergentes, para describir a aquellos que emergen de alguna profundidad gracias al éxito reciente de sus economías (Brasil, India, etc.). Sin embargo, todos estos matices resultan meros artificios para describir una realidad que presenta variaciones, pero obedecen a una misma problemática: un mundo desigual con un club de naciones opulentas que viven a expensas de la pobreza y el deterioro de la gran mayoría mundial.

Tal vez sea hora de cambiar estas categorizaciones verticalistas, surgidas de países nomencladores que maquillan su voracidad con una dialéctica de lo superior tutelando lo inferior. El Primer Mundo opuesto al Tercer Mundo –ahora también se habla de un Cuarto Mundo– o Países industrializados versus países proveedores de materias primas.

Comencemos pues, los latinoamericanos, a generar nuestra propia idea del mundo que padecemos. Seamos nomencladores de la realidad que nos afecta y denominemos a los países desarrollados según el verdadero rol que detentan en el diseño mundial actual. El Primer Mundo no es un sitio mejor, sino un purgatorio en donde se planifican los genocidios y se perfilan nuestros subdesarrollos. Digamos entonces, que aquellas naciones opulentas son países sumergentes, en tanto sumergen al resto para mantener a flote sus altos estándares de bienestar y avance tecnológico. Y si existen países sumergentes, comprendamos que habrá países sumergidos. Sólo así comprenderemos que la falta el agua –o educación, o una salud digna– son cuestiones que superan los aspectos técnicos. En vastas regiones planetarias falta el agua porque alguien en otro lugar lejano y confortable, puede tener agua limpia e irrestricta cada día de su vida. Y aunque no lo sepa –o no lo quiera saber– ese ciudadano lejano necesita de nuestro sufrimiento y escasez para gozar de ello. Su agua, su educación y su sanidad son el producto derivado del expolio que el mundo rico despliega en las periferias, cuyas ganancias convergen en la centralidad.

Cambiar el mundo a través de la significación del lenguaje es una tarea personal, económica y además dignificante. Incorporar conceptos como el de países sumergentes, colabora en la ardua tarea de achicar las brechas e igualar las asimetrías. Seamos entonces, artífices anónimos –pero indispensables– de ese cambio gradual pero de enormes posibilidades. Nuestra sencilla y anónima palabra cotidiana puede obrar así de formidable herramienta para cambiar el mundo.

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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