El país de las frutas

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Por Ana Cristina Bracho

En mi infancia, conocí mucha gente de la Sierra de Coro. Algunos tenían tras de sí una larga línea de historias que transcurrieron en San Luis, Cabure, Curimagua o Churuguara. Era, generalizando, gente que había vivido la vida entre la dureza del trabajo y la nobleza de la tierra que es roja y brota por el agua que hay en esas montañas. Por ese tiempo, veía las manos morenas de las señoras que tostaban café y calentaban arepas de cal en esos paisajes, siempre verdes.

La gente que creció por esos lares, suele ufanarse de no enfermarse nunca. Al menos, no de manera crónica y menos de gripe. Siempre justifican esa bendición en los hábitos de la infancia libre de la que gozan, siempre con la boca llena del amargo de las urupagüas y por las míticas cualidades que tiene la cerecita que da el semeruco que le gana a la naranja cualquier competencia. Por esas tierras, también hay fresas pero sobre todo cítricos pequeños y morenos, dulces.

En el Zulia, no hay garganta que no se cure con el caujil, astringente y extraño fruto coronado por una nuez que se vende con el nombre de merey. Tampoco hay hambre de un estudiante de la inhóspita Universidad del Zulia, con sus permanentes problemas con el comedor, que aguante una jornada gracias a los mangos que crecen en toda aquella inmensidad.

Si usted se sienta con un oriental, le contará las maravillas de la pomalaca que es una manzana rosa de esas tierras, del jobo y las ceritas. Para finalmente encontrarse con esos frutos más comunes en los mercados nacionales como el mamón, el níspero, el mango y el cambur.

Por esas razones, en sus notas de viaje, José Martí cuando vino a Venezuela observó que “es un país rico más allá de los límites naturales. Las montañas tienen vetas de oro, y de plata, y de hierro. La tierra, cual si fuera una doncella, despierta a la menor mirada de amor. La Sociedad Agrícola de Francia acaba de publicar un libro en que se muestra que no hay en la tierra un país tan bien dotado para establecer toda clase de cultivos. Se pueden allí sembrar patatas y tabaco; té, cacao y café, la encina crece junto a la palmera. Hasta se ve en la misma pucha el Jazmín de malabrar y la rosa Malmaison, y en la misma cesta la pera y el banano”.

Sin duda, cuando uno observa un objeto –en el sentido científico de la palabra–, debe hacerlo con algunos criterios mínimos de justicia hacia lo que observamos. Una frase atribuida a Einstein nos aclara bastante este asunto porque “si juzgas a un pez por su habilidad para trepar árboles, vivirá toda su vida pensando que es un inútil”, lo mismo ocurre si juzgas a un país que se encuentra en la zona intertropical, cuyo clima es cálido y lluvioso en general, por el acceso de la gente a las manzanas que para ser óptimas requieren temperaturas frías en otoño e invierno y un periodo cálido en verano, por lo que los  principales países productores se encuentran en regiones de climas templados como Europa, Estados Unidos, Turquía y China.

Ciertamente, en el pasado hubo una mayor cantidad de manzanas disponibles en el mercado venezolano y probablemente fueran más accesibles. Sin embargo, esto fue producto del proceso de destrucción del campo venezolano y de la creación de una cultura de ciudad dependiente de importar, negada a cultivar y a consumir sus propios frutos. Un tema maravillosamente explicado por Mario Briceño Iragorry.

Quizás nos queda una arista fuera de la mira y es preguntarnos si existe algún elemento del derecho a la alimentación que incluya de manera expresa el consumo de productos foráneos, pero esto no es así. El Derecho Humano a la alimentación, consagrado en nuestra Constitución y en los tratados internacionales, lo que genera es la obligación del Estado de garantizar el acceso al alimento que debe cumplir estándares mínimos de cantidad, calidad y de aceptabilidad cultural. Por lo que esos son los elementos que tienen que entrar en contexto cuando queramos mirar cuál es la realidad alimentaria de un país así como las causas que favorecen o impiden la presencia o el acceso a un determinado bien en un momento en específico.

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Ana Cristina Bracho Abogada

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