Ni envejecer, ni decrecer ¿alternativas realistas a largo plazo?

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La situación que enfrenta Bolivia actualmente es un preludio de lo que podría ocurrir, en condiciones aún más adversas, dentro de 15 a 20 años si continuamos con el mismo modelo económico y una visión de desarrollo basada en el crecimiento perpetuo del Producto Interno Bruto (PIB). En el caso boliviano la exportación de materias primas y productos agrícolas genera ingresos en dólares, los cuales se utilizan para cubrir los costos de combustibles y sostener el consumo de bienes y servicios, en su mayoría importados.

Este modelo ha demostrado ser efectivo especialmente al contar con la subvención de hidrocarburos, un tipo de cambio estable para la adquisición de dólares, un alto nivel de gasto público y más recientemente mejorando las condiciones para la agroindustria mediante la flexibilización en el uso de variedades de semillas transgénicas que prometen aumentar la producción agroindustrial. La soya se seguirá destinando a la alimentación de ganado en Europa, mientras que se promoverá el monocultivo de palmeras asiáticas para la producción de biocombustibles, tanto para el consumo interno como con perspectivas de exportación.

Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, este modelo no es sostenible a largo plazo. Los nuevos campos de gas que se descubran se agotarán entre cinco y 10 años después de comenzar su explotación. A nivel mundial el diésel será cada vez más escaso en los próximos 10 a 15 años, lo que lo hará considerablemente más costoso. Esto provocará un aumento en los costos de transporte, lo que a su vez elevará los precios de bienes, maquinaria y repuestos importados, siguiendo la misma tendencia hacia la escasez.

¿Qué hacer a corto y largo plazo?

A corto plazo es indudablemente urgente tomar las medidas necesarias para preservar la estabilidad socioeconómica alcanzada. Sin embargo, es crucial hacerlo con la visión de reorientar tanto los recursos económicos como la población hacia modelos productivos más robustos. Estos deben ser capaces de mantenerse operativos a pesar de las fluctuaciones en los precios, las condiciones climáticas y la disponibilidad energética. Una comprensión profunda de estos factores es clave para proponer alternativas viables a largo plazo, al mismo tiempo que se debe encaminar el uso de los recursos naturales y económicos hacia una auténtica transición energética, económica y social.

Todos los países del mundo deberían ajustar sus expectativas de crecimiento si desean perdurar más allá de este siglo. Las naciones en vías de desarrollo, en particular, necesitan adoptar una visión a largo plazo, ya que las futuras condiciones económicas, climáticas y energéticas serán aún más desafiantes para ellas. En este contexto, la tendencia será que los países desarrollados priorizarán la protección de sus propios intereses, lo que llevará a un incremento en las actividades extractivas de materias primas a escala mundial y a una disminución de los recursos destinados a apoyar a las naciones en desarrollo, agravando la degradación de sus condiciones ambientales. El tiempo para que esta situación empiece a ser insostenible es, en realidad, relativamente corto: entre 10 y 20 años.

Ya no se trata solo de defender posturas puramente políticas, sino de enfrentar la realidad. A nadie le agrada la idea de envejecer, pero es un proceso inevitable, por lo que es necesario prepararse para cuando llegue. Del mismo modo, resulta incómodo aceptar que no podemos seguir persiguiendo el crecimiento del PIB a cualquier precio, y que debemos prepararnos para una etapa de postcrecimiento o decrecimiento de la economía global, un fenómeno igualmente ineludible.

Se debe entender que este es un tema multidimensional y requiere una aproximación multidisciplinaria y transdisciplinaria (no solo la concurrencia de distintas disciplinas, sino la interrelación de ellas). De no buscar alternativas bajo esta concepción transdisciplinaria las alternativas propuestas seguirán siendo cortoplacistas y guiadas más por períodos e intereses electorales en vez de dirigirnos por planteamientos realmente sostenibles a largo y muy largo plazo. 

Es evidente que las medidas de la magnitud necesaria deben surgir de políticas de Estado que guíen a la población hacia un futuro más estable. Sin embargo, seguimos enfocándonos en la acumulación inmediata de capital y en la explotación de recursos, como si no hubiera un mañana. Ese mañana debería centrarse en asegurar un “aterrizaje suave” para todos y todas, un concepto proveniente de la economía ecológica y el pensamiento sistémico, que busca una transición equilibrada ante los desafíos que se avecinan.

La metáfora del “aterrizaje suave” sugiere que una transición fluida y controlada es posible y necesaria, en contraposición a un “aterrizaje forzoso” que podría resultar de ignorar los límites ambientales y de recursos naturales hasta que sea demasiado tarde.

Alternativas bajo una visión más realista

Un “aterrizaje suave” se refiere a la idea de gestionar la transición de una economía dependiente del crecimiento a una economía más sostenible y de Estado estable de una manera que evite el colapso económico y social. En lugar de una contracción económica abrupta, que podría conducir a graves perturbaciones como desempleo masivo, malestar social o desastres ambientales, un “aterrizaje suave” aboga por una desaceleración gradual y controlada del crecimiento económico.

Este concepto es promovido por expertos en energías como el español Antonio Turiel, el francés Jean-Marc Jancovici y otros defensores del cambio sistémico. Argumentan que las actuales crisis energética y ambiental, exacerbadas por los recursos finitos y el cambio climático, hacen imposible el crecimiento continuo. Un “aterrizaje suave” implicaría políticas destinadas a reducir el consumo de energía, reestructurar las industrias y cambiar los valores sociales para priorizar el bienestar sobre el consumo, todo ello minimizando al mismo tiempo los shocks económicos y sociales.

A estos planteamientos se pueden sumar los de Herman Daly, que desarrolló ideas de una economía de Estado estacionario y de defensores anteriores de los límites al crecimiento, como Donella Meadows y el Club de Roma.

En este espectro de alternativas se debe tomar muy en cuenta las propuestas por Olivier Hamant, un biólogo y pensador que se ha sumado al debate sobre la sostenibilidad y el postcrecimiento, propone el concepto de “negocios y sociedades robustas” como una respuesta frente a la fragilidad del sistema económico actual, basado en el crecimiento ilimitado. Según Hamant, los negocios robustos no buscan maximizar el rendimiento o la eficiencia a cualquier costo, sino que se enfocan en ser “adaptables” a las fluctuaciones que traerán las crisis y cambios del entorno, como las crisis climáticas, energéticas y sociales.

El enfoque de Hamant sugiere que las empresas y los Estados deben abandonar la obsesión por la eficiencia y la maximización de las ganancias a corto plazo, características típicas de la economía capitalista de crecimiento. En lugar de eso, las entidades robustas deben priorizar la capacidad de absorber impactos y mantenerse operativos en entornos inciertos y cambiantes. Para ello es necesario:

  1. Diversificación y redundancia: no depender exclusivamente de un solo recurso, cliente o mercado. Las empresas y sociedades robustas construyen redes diversificadas que les permiten adaptarse cuando una parte del sistema falla;
  2. Descentralización: los sistemas centralizados, donde todo depende de unas pocas estructuras claves, son vulnerables a las crisis. Los negocios y las sociedades robustas deben ser más descentralizadas, de manera que los problemas localizados no afecten al conjunto del sistema;
  3. Flexibilidad sobre eficiencia extrema: la eficiencia llevada al extremo puede generar una fragilidad inherente al sistema, ya que no deja margen para errores o fluctuaciones. Hamant sugiere que las organizaciones robustas deberían priorizar la flexibilidad, incluso a costa de una menor eficiencia, para poder adaptarse mejor a las perturbaciones;
  4. Colaboración y solidaridad: en lugar de una competencia despiadada, la cooperación entre empresas y con las comunidades locales es un pilar de la robustez. Los negocios y las sociedades robustas tienden a crear redes de apoyo mutuo que les permiten resistir shocks más grandes, como los que vendrán en un escenario con menos energías disponibles, mayores sequías y por lo tanto menor estabilidad social.

Es necesario abogar por un replanteamiento de cómo concebimos los negocios y las relaciones sociales, alejándonos de una mentalidad extractiva, mercantilista y basada en el crecimiento infinito. En su lugar, debemos adoptar un modelo que priorice la sostenibilidad a largo plazo y la capacidad de adaptación frente a las crisis inevitables. Aunque todos desearíamos evitar el envejecimiento de nuestros cuerpos, así como el agotamiento de los recursos naturales, no tenemos otra opción que fortalecer nuestras sociedades para que esos períodos puedan ser sostenidos de manera solidaria y en comunidad. 

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Carlos Bonadona Vargas Boliviano, ingeniero de sistemas, con maestrías en Telecomunicaciones y Energías Renovables

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