Pueblos originarios, vigencia del colonialismo interno

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Invisibles, explotados, discriminados, unos tres millones de jornaleros agrícolas entregan su vida a grandes empresarios, trabajando de sol a sol en surcos y campos donde cultivan y cosechan vegetales y frutos de exportación, entre venenos químicos. Al menos, la cuarta parte de ellos habla una lengua indígena. No pocos son monolingües.

Muchos vienen de pueblos originarios, aunque sólo dominen el español. Pobres entre los pobres en un mar de riqueza, trabajan en condiciones muy cercanas a la semiesclavitud. Sus gorros traen los logos de algunos de sus nuevos amos: Monsanto, Pioneer, John Deer, Massey Ferguson. Sus sombreros (calentanos, texanos, costeños) son una especie de señal de identidad que da fe de sus orígenes, que, pese a su éxodo, llevan a flor de piel.

Viven hacinados en galerones y cuarterías sin respiración, con agua escasa y a menudo insalubre que, en cambio, abunda para los cultivos. Sus hijos no sólo no van a la escuela, laboran. Carecen de contratos de trabajo y certidumbre en el empleo. La retención de sus míseros salarios recuerda a las famosas tiendas de raya del porfiriato.

El maltrato y los insultos que sufren por capataces, agravados por ser del color de la tierra, son sólo modalidades de humillación más amplias. Las mujeres padecen abusos y acoso sexual por estos vigilantes. A menudo laboran con sus bebés sobre las espaldas. Sus extenuantes jornadas bajo el sol inclemente son, simplemente, inhumanas.

La falta de atención médica y servicios sanitarios provocan muertes por enfermedades curables. Olvidados entre los olvidados, las bárbaras condiciones de los jornaleros agrícolas no existen para la autoridad laboral del país. Los funcionarios ni los ven ni oyen.

Ni siquiera inspeccionan las fincas (que muy bien podrían ser una especie de fábricas, por la obsesión de ajustar la producción de alimentos a las cadenas de producción fabriles), y cuando lo hacen sólo escuchan a los amos. Muchas de estas firmas son filiales o intermediarias de trasnacionales. Para estos indígenas, cuya sangre es chupada por los vampiros corporativos, no hay ley ni justicia. Pero la salvaje explotación que sufren los jornaleros de piel morena a manos de firmas agroexportadoras, es sólo una parte de la violencia que los pueblos originarios sufren a diario.

Por ejemplo, en tanto campesinos caficultores o impulsores de la agroforestería (por citar un par de ejemplos), viven cotidianamente bajo la presión de multinacionales para comprarles su aromático a precios ridículos, directamente o través de coyotes, y la de los talabosques que incendian los árboles para arrebatarles sus riquezas maderables. Indicador del nivel de esta violencia es la cifra de dirigentes ultimados.

Según la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, entre 2019 y agosto de 2023 fueron asesinados o desaparecidos, al menos 46 defensores indígenas. De ellos, 32 estaban relacionadas con actividades ambientales y en 33 casos habían sufrido incidentes previos de seguridad, con denuncias en 10 ocasiones.

No obstante, sólo una vez se condenó al responsable. “Los líderes de estos pueblos están más expuestos a represalias o acciones violentas debido a su visibilidad por la defensa de su territorio y modo de vida. Su asesinato o desaparición tiene un efecto amedrentador sobre todo el pueblo indígena”, explicó Jesús Peña Palacios, representante adjunto del organismo en México (https://shorturl.at/TgW8T).

Esta crueldad proviene también, con frecuencia, de la pretensión de empresas, políticos y criminales por despojar a los indígenas de sus tierras, aguas, territorios y recursos naturales. Para desarrolladores urbanos, embotelladoras, complejos turísticos, mineras, consorcios forestales, empacadoras de verduras y hortalizas, termoeléctricas y megaproyectos, la propiedad social indígena es un obstáculo a sus ambiciones para reproducirse de manera ampliada.

De manera que, diario, recurren a las peores argucias para despojar a las comunidades de sus bienes. Capítulo aparte es la guerra que la industria criminal hace a los pueblos. Sin que las autoridades intervengan o con su anuencia o apoyo, expolia sus territorios, desplaza a los pobladores, recluta a la fuerza a los hombres para engrosar sus ejércitos, viola a las mujeres, ejecuta a quienes se resisten y envenena con cristal a los jóvenes.

No es inusual que estos grupos trabajen para que grandes mineros puedan explotar sus concesiones y transportar los materiales que extraen, envenenando los mantos acuíferos. Los narcos han capturado franjas importantes del Estado y, en no pocos lugares, son la verdadera ley y orden. Cuando las comunidades resisten este “desarrollo” actúan como una fuerza contrainsurgente subrogada, para avasallar la resistencia.

La ruta de la acumulación de capital en México tiene en los pueblos originarios un impedimento. Su organización autónoma, su cohesión comunitaria, su determinación de ser y reconstituirse como pueblos chocan de frente a la lógica implacable de la ganancia y el sometimiento. Muy lejos de servir para enfrentar esta bestial ofensiva contra los pueblos originarios se encuentran los Planes de Justicia impulsados por la Federación.

Por el contrario, en no pocas ocasiones, facilitan la fractura del tejido comunitario y se convierten en herramientas de injusticia (https://shorturl.at/JM4t0).

 Tampoco son de gran ayuda reformas constitucionales que desconocen su derecho al territorio y a la representación política directa. Ante la vigencia del colonialismo interno, como ha sucedido desde tiempos inmemoriales, para salvarse, los pueblos sólo cuentan con ellos mismos.

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Luis Hernández Navarro Mexicano, periodista, escritor

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