Sobre militares, civiles y antimilitarismo

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Desde su hito fundacional como República y durante los primeros ciento treinta años continuos que prosiguieron a su creación, la historia de Venezuela es fundamentalmente una historia militar. La metamorfosis de una población indómita y cimarrona en pueblo como tal ─pero en un pueblo armado, y horriblemente temido─, Juan Uslar Pietri la definió como el primer acontecimiento democrático de nuestro país. Claro, el autor de “Historia de la rebelión popular de 1814” utiliza al término democrático en el sentido filosófico estricto en lo atinente a pueblo empoderado, y no en el significado que el derecho liberal-burgués hoy le da. Uslar Pietri observa en las hordas de Boves a un pueblo ejerciendo el poder, por medio de la violencia. Y lo que califica como la conjugación filosófica materializada de dos términos antiquísimos ─dḗmos y krátos─, yo lo veo como el nacimiento político en los hechos de la unión cívico-militar.

Mariano Picón Salas, en una frase célebre que el antimilitarismo toma para sí, como argumento de sus intencionadas campañas ideológicas, aseveró que la muerte de Juan Vicente Gómez, acaecida en diciembre de 1935, había incorporado a Venezuela al siglo XX. Es decir, que llegamos tarde a la contemporaneidad, con un poco más de un tercio de siglo en impuntualidad. ¡Oh, qué bárbaro! Como Gómez era militar, la frase es espléndida para señalar a los militares de atrasados. Pero ignoran adrede, que el ilustre intelectual merideño escribió una maravillosa biografía sobre nuestro primer gran militar, Francisco de Miranda; que fue un notable colaborador cultural del general Eleazar López Contreras, el heredero militar de ese mismísimo Gómez en la presidencia; que hizo una biografía de Cipriano Castro, que es de obligatoria consulta en el estudio de su gobierno militar; y que es ─y debe ser─ el historiador de cabecera para  aquel o  aquella que se adentre en la comprensión de ese período, que va desde 1810 hasta 1940, que defino de historia militar. Obviamente, el autor de “Miranda” y “Los días de Cipriano Castro” se refería a la forma decimonónica y autócrata de hacer política y ejercer gobierno de una persona, no acorde ─según él─ a los nuevos tiempos de entonces, que décadas más tarde gobiernos civiles perfeccionándola en vileza la reeditarían y retrogradarían con creces.

El antimilitarismo es profundamente burgués. Y se activa cuando el estamento militar de una sociedad no se supedita a los intereses de la clase dominante, es decir, a los poderes fácticos que operan tras los bastidores del poder formal. Cuando se supedita a éstos, no: allí ese horrible término desaparece como por arte de magia de la boca y de los escritos de los bien refinados y muy educados civilistas. El civilismo de estas élites también es burgués y clasista, y odia lo popular, que es el origen del soldado. Y un pueblo que nació como pueblo en un campo de batalla jamás podrá ser antimilitarista. No debería.

Civilismo burgués y supeditación militar son el reverso dialéctico de la unión cívico-militar. La primera es una relación jerárquica de clase, en tanto que la segunda es una fusión política horizontal. Tienen orígenes e intereses de clase distintos, y conceptualmente no pueden confundirse. Ni intencionadamente manipularse.

A diferencia de América Latina, los mandos militares de Venezuela no provienen de una casta oligárquica hereditaria; al contrario, son una extensión uniformada del mismo pueblo. Y en lo absoluto son una institución aislada del resto de la sociedad. El militar venezolano, desde su creación institucional-formal aún mantuana en 1810, en vísperas de la Primera República, ha pasado por múltiples transformaciones sociológicas, sin perder su origen popular. Fue negro cimarrón, indio levantisco, zambo irredento y pardo indisciplinado. Bajo la égida cruel de un caudillo antipatriota, fue un guerrillero (Boves). Se hizo patriota luego. Se consiguió con su destino. Fue reconocido por primera vez como ejército en un tratado de guerra histórico, de referencia universal (1820). Lo deshicieron a la muerte de su máximo líder (Bolívar). Pero no lo desaparecieron. Se reconstruyó. Volvió a ser ejército bajo la conducción de otro gran líder (Zamora). Se sumergió en una nueva guerra monstruosa y fue vilmente traicionado, junto a ese gran líder. Lo desintegraron de nuevo, sin destruirlo del todo (Liberalismo Amarillo). Volvió a ser guerrillero. Pacificado de sus montes volvió a ser ejército, esta vez profesionalizado (Gómez). Trataron de domeñarlo por medio del civilismo burgués del que ya les hablé, logrando supeditarlo por décadas oprobiosas (Puntofijismo); sin embargo, en ese período oscuro se sublevó en muchas ocasiones. Hasta que conoció a su tercer y último ─por ahora─ gran líder (Chávez), que lo hizo mirar retrospectivamente su pasado, transmutándolo en una síntesis maravillosa y lo fundió en una visión política teleológica al futuro: la unión cívico-militar. Y eso es, lo que es en este momento. Y por eso las élites le odian. Y por eso se le trata de desintegrar. Es una historia vieja que ya ha vivido, como se lo acabo de demostrar en este resumen sucinto.

Decía que la institución armada venezolana no está aislada del resto de la sociedad. Es una expresión fiel de la sociedad, cuya configuración reproduce a aquella tal cual en su seno interno. Los cristianos llaman “la viña del Señor” a la sumatoria de las partes en un todo. Y los materialistas dialécticos a esa misma viña del Señor la definimos como lucha de clases. ¿Qué quiero significar? Que sobre la institución armada venezolana opera una especie de laboratorio muy bien instrumentada tendiente a deteriorar la unión cívico-militar. Hay un valor capitalista que priva en toda la sociedad venezolana, que la impregna, la hegemoniza y la transversaliza en todos sus estamentos ciudadanos sin distinción alguna: la corrupción. Que existe en todas partes, igual como existe la bondad. Pero bajo una campaña sistemática, antimilitarista, subrepticia, sutil, el civilismo burgués pretende ─y ha logrado en buena parte─ colocar en el imaginario de nuestra población que los ladrones de Venezuela sólo existen en el mundo militar. Que el resto de la sociedad es impoluta. Y más allá de mezclar verdades con medias-verdades y mentiras absolutas, en la construcción de su objetivo, el fin ulterior, su propósito político no es denunciar ni acabar la corrupción, sino destruir la unión cívico-militar. Denostar, demoler a un referente moral que junto al pueblo consciente y organizado ha sido el sostén y la garantía de la existencia de nuestra patria.

El Alto Mando Militar debería tomar nota de esto. Y actuar drásticamente. Un guardia raso extorsionando en dólares, bienes que la República le confió en custodia o en distribución, es el reflejo de un libertinaje que permea hacia abajo, cual proyección lumpen, de un comandante que a nivel medio manda a cobrar vacunas a sus subalternos en puntos de control, peajes o alcabalas, o del oficial de alta graduación que se hace milmillonario como comisionista de importaciones o manejando una empresa estratégica del Estado. Esas expresiones corruptas, que suceden en igual proporción en otros estamentos de nuestra sociedad ─pero que se invisibilizan─, manchan a toda nuestra Fuerza Armada Nacional Bolivariana.

Así como un cuerpo militar absorbe las ideas de transformación social y se politiza muchísimo más rápido que un gremio civil, por su condición no deliberante, obediente y disciplinada, también se depura con igual rapidez, por contar con normas, manuales de procedimientos, legislación y tribunales propios. Un cuerpo militar se purga muchísimo más rápido que un sindicato o un partido político. Por eso, yo aspiro a que reaccionen pronto y se desmonte esta campaña del civilismo antimilitarista. Que no siga avanzando más en nuestro pueblo.

Gracias a que existe un patriota o una patriota en uniforme es que se han detenido conspiraciones imperiales que persiguen disolver la patria, es que se han dado respuestas inmediatas a las distintas contingencias que se nos han presentado, pese a amenazas, bloqueos y asedios. Otros pueblos de América Latina han retrocedido en sus procesos de cambio porque les doblaron a sus militares. Bolivia perdió catorce años y retrocedió un siglo, al punto de que le asaltó el poder el oscurantismo. Chile fue ahogado en la sangre de su líder mártir y a casi cincuenta años después, no levanta cabeza. A Honduras ni siquiera la dejaron avanzar.

Nuestra alta dirigencia política también debería tomar nota de esto. Y actuar drásticamente.

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Juan Ramón Guzmán Analista político venezolano

Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor/a

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