Cuando uno se asoma en Venezuela a una panadería, abasto, tienda, mercado, mercadito, supermercado, supermarket, bazar o quiosco, se tropieza con harina de maíz, en distintos empaques, que te recuerdan que lo mejor es que te lleves uno, porque nunca se sabe.
Hubo una época en la que una sola marca mandaba en los estantes. Las otras ocupaban espacios marginales. Pero la tierra gira, el piso político se mueve y el monopolio tiembla. Pasamos de una etiqueta a unas cuantas, más de 50. Además de la de Pan están Doña Emilia, que financia al Portuguesa Fútbol Club; Juana, Maiskel, trujillana; Lucharepa, de Los Teques; Doñarepa, Oriental, Mazorca, Maizabrosa, Doña Goya, Harina Casa, Demasa, Fina, Doña Rosa, Ricarepa, Venezuela, Promasa. Nombro solo algunas de muchas. El Silbón, Mia Chepa, Don Quijote, Las Tres Vírgenes, Deli Arepa, Páez, Don Nicola, Doña María, Doña Celina, Celia, La Palma, Doña Yolanda, Doña Arminda, Alimet, Solmia, San Jorge, El Valle, El Maizal, Doña Belén, Luccia, Don Mauro, Budare Harina, La Nieve, La Pueblerina, D’Casta, Don Eloy, Micaela. Sigue la lista (revolucionando.blogspot.com), porque se suman las importadas. La crisis lleva a que resurja la producción o a que se diversifique. Algo hay que hacer.
Tantas etiquetas hacen recordar la fábula del chiripero que Alí Primera nombra en su canción.
Siempre fuimos comedores de arepa. Cuando los europeos llegaron a estas costas, con sus planes imperiales y de dominación, tropezaron con la realidad de un mundo que se alimentaba de maíz. Los descubiertos fueron ellos.
Ya estaba dicho por el Popol Vuh: “De maíz amarillo y maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres”. En Hombres de Maíz, Miguel Ángel Asturias explica que “las mujeres comían unas como manzanasrrosas de masa de maíz sin endurecer (…) en tazas de bola servían el atol de suero de queso y maíz”.
En lo que llamamos América, el maíz, junto a los frijoles y auyamas –calabazas–, cubrían las necesidades básicas nutricionales.
Cito esa biblia maracaibera que es la edición especial del diario El Fonógrafo, del 19 de abril de 1910, y encuentro la publicidad de la molienda de granos de F.E. Schémel ofreciendo harina de maíz, blanca y amarilla.
Allí la tienes, dice el aviso, en el teléfono N° 51, “elaborada con maíz escogido, completamente degerminado por medio de aparatos especiales, limpia, pura, fresca. No tiene afrecho. No se pone agria. Rendidora, nutritiva, sana, propia para convalecientes, económica, conveniente”. ¿Pa’ qué más! Lo lees y te dan ganas de salir a comprarla, en alguna de sus modalidades: sacos de 100, 50 y 25 libras netas y en paquetes de 5, 1 y ½ libras.
Hasta hace poco, en términos generacionales, el maíz todavía estaba en el centro de la vida cotidiana, porque se cultivaba de manera directa, en fundos, conucos, huertas, y luego pasaba al fogón o cocina de cada casa.
La harina precocida o refinada no se había masificado, en cambio la tradición o costumbre era que casi todos los ritos se cumplían en el acto de reunir a abuelos, padres, hermanos, niños y niñas alrededor del maíz. Había que hervirlo y luego cada quien se iba turnando en la faena de molerlo, preparar la masa, hacer las arepas y ponerla a la parrilla, la plancha o budare y asarlas. Ya a media tarde comenzaba ese trajín que convocaba al grupo familiar, sin excepciones, para que quien le pusiera ganas a la tarea.
Así anduvimos por mucho tiempo, hasta que se fueron imponiendo otros hábitos en el venezolano promedio. El rentismo petrolero asumido como cultura nos fue llevando, como sociedad, a darle la espalda al maíz y a la producción agrícola. “Todo lo compro hecho”, era el leitmotiv repetido. El caldo de cultivo estaba preparado para lo que vino enseguida, el alejamiento de la tierra, de la relación fluida y natural con el campo, y el desarrollo del capitalismo de los monopolios y de la marcas que te dicen qué puedes comer y dónde tienes que ir a comprarlo, “hecho”, “ya listo para comer”, no importa si eso te alimenta de verdad.
Ha sido ahora, en esta época rara de pandemia e implacable cerco económico contra el país, con las sanciones económicas unilaterales, que se ha empezado a despertar del letargo y a reencontrarnos, para volver a mirar a nuestros ancestros. Muchos se preguntan, ¿y cómo era antes? ¿Cómo hicieron nuestros abuelos y abuelas, padres y madres para no rendirse en tiempos de escasez, sequía, gripes y otras pandemias?
De nuevo se está empezando a volver a la tierra, los cultivos y las máquinas artesanales, prodigiosas, caseras y domésticas de moler el maíz, para tener a la mano la posibilidad de preparar las infaltables arepas, cachapas, guapitos, empanadas y mandocas que siempre nos dieron la vida y el afán de aventura.
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Orlando Villalobos Finol Periodist y/ profesor de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia
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