La ruina de Trump

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¿Qué pasó el miércoles pasado en Washington?… Por cierto, hay un huracán de publicaciones periodísticas que, sin embargo, nos dejan con la sensación de mostrarnos solo las piezas desordenadas de un rompecabezas muy grande, muy complicado y muy peligroso. Está clara la ruina de un Donald Trump que despertó esperanzas a las que traicionó, pero que, en el momento mismo de su derrota, tuvo todavía el apoyo de más de 70 millones de ciudadanos estadounidenses.

No es del caso analizar qué clase de presidente fue Trump. Ni siquiera es ahora relevante indagar cuán legítimas pudieran haber sido sus protestas sobre supuesto fraude electoral. O cuán desastrosas para Estados Unidos resultaron sus estrategias internacionales.

En economía, Estados Unidos ha quedado con una balanza comercial ruinosa, con debilitamiento del dólar y el inicio de una terrorífica inflación, además de un endeudamiento fiscal que sobrepasa en varios millones de millones de dólares el total del producto interno bruto del país.

Y, sin embargo, pese a las calamidades de su gestión, en las elecciones de noviembre Trump conservó un apoyo popular inocultable que, aun si su derrota electoral haya sido legítima, de ninguna manera fue una gran victoria de sus enemigos.

No es fácil comprender cómo ha sido posible esa aparente contradicción entre su mal gobierno y su enorme apoyo popular.

Los escandalosos sucesos del miércoles 6 de enero, y, sobre todo, las actitudes del nuevo oficialismo encabezado por Joseph Biden, aparecen como síntomas de una rara y grave enfermedad política que ya algunos consideran incurable. Vamos viendo.

A la una de la tarde del miércoles, Donald Trump envió un twitter a sus simpatizantes, llamándolos a protestar mientras en el Congreso oficializaban definitivamente el triunfo electoral de los demócratas, sin atender las denuncias de supuesto fraude.

Una multitud de simpatizantes de Trump, con ánimo bastante exaltado, comenzó a desplazarse durante varias horas por el centro de Washington, convergiendo en el edificio del Congreso, donde se iniciaba la sesión. A eso de las dos de la tarde ya se había congregado una multitud que, espontáneamente, avanzó con la clara intención de penetrar al Capitolio e interrumpir la sesión parlamentaria.

Pese al lento desarrollo de los hechos, las fuerzas de seguridad del Parlamento no fueron reforzadas ni se mostró alguna táctica defensiva para parar a la gente. Los pocos guardias, al parecer abrumados por el número de los manifestantes, optaron por replegarse hacia el interior, procurando bloquear las puertas.

Por supuesto, con ello se envalentonaron los más agresivos de los manifestantes. Algunos comenzaron a trepar hacia las ventanas, y en pocos minutos había una multitud que espontáneamente avanzó con clara intención de penetrar a la sala de sesiones e interrumpir el trabajo de los parlamentarios.

Durante cosa de dos horas, los manifestantes se adueñaron de la mayor parte del edificio, al parecer haciendo destrozos, mientras los policías recibían tardíos refuerzos y al fin expulsaron a los invasores que, en su mayoría, no opusieron mayor resistencia.

Solo hubo un mínimo de enfrentamientos. Pese al gran número de los que habían invadido el Capitolio, solo hubo un guardia que resultó con una herida fatal por un golpe, y tres de los manifestantes murieron por disparos policiales. De ellos, una mujer, Ashley Babbit, era una militar en retiro que recibió un disparo en el pecho a corta distancia.

Expulsados los manifestantes, solo 50 de ellos fueron detenidos. Muchos observadores, incluso del sector más duro antiTrump, criticaron la incapacidad de la policía del Congreso para impedir la invasión, en circunstancias de que había recursos humanos disponibles para cerrarles el paso.

Por entonces quedó en evidencia que la fuerza policial del Congreso, a pesar de disponer de un presupuesto de más de 500 millones de dólares anuales, no había diseñado ni implementado táctica o medida alguna para proteger la sede del Parlamento.

En fin, ahora, ya los jefes militares de la Guardia Nacional que velarán la seguridad durante el cambio de mando presidencial, informaron, en duros términos, que sus efectivos tendrán armas letales para enfrentar cualquier disturbio.

Pero los hechos netos de las protestas y la toma del Capitolio por enojados partidarios de Trump, resultan ridículamente leves en comparación  con los hechos siguientes protagonizados por el triunfante sector enemigo de Trump.

Y es importante tener en cuenta que, más que partidarios del partido Demócrata y del presidente electo Joseph Biden, la coalición triunfante fue ante todo enfocada a ponerle fin a  la presidencia de Donald Trump.

Sobre la situación, el propio presidente electo Joseph Biden declaró con furia, textualmente, que: “No se atrevan a decir que eran gente protestando. No. Ellos eran una pandilla insurgente. Son terroristas domésticos. Así de básico. Así de simple”. Y agregó: “Fue Trump el que lanzó ese ataque feroz contra nuestras instituciones democráticas”. ¿Qué tal?

Además, el presidente electo lanzó acusaciones contra el senador republicano Ted Cruz, al que calificó como un neonazi similar a Joseph Goebbels, el asesor publicitario de Adolfo Hitler. Por supuesto, la gran prensa controlada por las transnacionales se convirtió en un coro ensordecedor, calificando el incidente como un intento de golpe de Estado.

Así, con una velocidad pasmosa, se desató en Estados Unidos una auténtica caza de brujas comparable con las purgas de la Unión Soviética en los tiempos de Stalin.

De partida, se inició una campaña llamando a que la gente identifique y denuncie a cualquiera persona que pueda haber participado en manifestaciones en favor de Donald Trump, o poniendo en duda los resultados oficiales de la elección presidencial.

Los videos subidos a la red sobre los incidentes, han sido considerados como documentos suficientes para acusar a las personas que aparezcan en ellos mostrando algún apoyo a Donald Trump, y de hecho ya se denunció que numerosas empresas han dejado cesantes a trabajadores que se habían identificado como partidarios de Trump.

El periodista Charlie Stone, colaborador de la BBC y otras redes noticiosas internacionales, publicó ayer un artículo en OpEdNews, llamando a que los Demócratas paren su retórica de “sedición” e “insurrección”, pues con ello se están definiendo en términos paranoicos y autoritarios.

“Lo que pasó en el Capitolio fue malo, pero fue una acción de gente actuando de manera impulsiva, estúpida y peligrosa. Pero si el nuevo gobierno la califica como un intento de golpe de Estado, se está haciendo con ello cómplice de una falsedad”, dijo Charlie Stone. Y especifica que un golpe de Estado habría sido si Trump, movilizando fuerzas militares, hubiera tomado el control de toda la Internet, la radio y la televisión, para anunciar que tomaba el control del país supuestamente para el bien de la nación, por supuesto.

«En las elecciones de noviembre Trump conservó un apoyo popular inocultable que, aun si su derrota electoral haya sido legítima, de ninguna manera fue una gran victoria de sus enemigos»

Finalmente, el analista Charlie Stone reitera: «No hubo ningún intento de golpe de Estado. Trump sabe que ya perdió. Que su posición política quedó arruinada para siempre. Y eso también debieran saberlo Joseph Biden, Nancy Pelosi y todo el personal del nuevo gobierno». Y, advierte, debieran saber ellos que si siguen con el discurso amenazante, conseguirán convertir a Trump en un mártir, y los actuales trumpistas, ahora sin Trump, buscarán a otro líder que lo reemplace para seguir la pelea.

La verdad es que los Demócratas, con Biden y todo el equipo del nuevo gobierno, no logran  comprender porqué Donald Trump sigue teniendo ese apoyo fervoroso de un sector igual o casi igual que el de los vencedores. Y como no lo comprenden, tienen miedo… y, como tienen miedo, tienen la tentación de apoyarse en la fuerza y asumir un  gobierno autoritario.

Sin encontrar todavía una manera de ponerle fin a la confrontación propia de la campaña por el poder político, los Demócratas parecen incapaces de hacer una propuesta de reconciliación nacional. Y con ello, Estados Unidos aparece al borde mismo de un quebrantamiento del sentimiento compartido de unidad popular que es la base absoluta de cualquiera democracia.

Pero, ¿podrán los Demócratas salir de ese atolladero?… ¿Lo permitirán las fuerzas ocultas que se han vuelto prácticamente irresistibles en la estructura neoliberal de la política, la administración, el periodismo y la economía?

Para un inmenso sector de la comunidad más culta de Estados Unidos, resultó insultante y escandalosa la exhibición de poder de las plataformas de redes sociales de Internet, y de las principales redes de televisión, en especial cuando se apropiaron del derecho de silenciar a cualquier personaje, incluyendo al Presidente de la República, basándose únicamente en lo que ellos consideran apropiado o inapropiado.

De hecho, en una de las principales redes de tv de Estados Unidos, se permitió silenciarle el micrófono al presidente Trump, durante una entrevista, solo porque al periodista le pareció que Trump estaba mintiendo. ¿Qué tal?…

Y en seguida las grandes plataformas digitales de redes sociales, comenzando con Twitter y Facebook, simplemente le cerraron sus cuentas a Donald Trump, basándose solo en sus propios protocolos internos sobre qué es apropiado y qué es inapropiado para su difusión.

Es decir, las disposiciones que adoptan las empresas dueñas de las plataformas pasaron, de hecho, a quedar por encima incluso de la Constitución de Estados Unidos en lo referente a libertad de opinión y expresión.

En esa perspectiva, aparece tomando forma un régimen de autoritarismo capaz de sobrepasar las leyes, que no responde a una doctrina política o social, sino al simple derecho de propiedad, fuera y por encima del poder del Estado, como lo plantea la fórmula neoliberal.

Debemos recordar que, en su campaña electoral de 2016, bajo el lema de “Hacer a Estados Unidos Grande de Nuevo” Trump propuso un programa de gobierno que llevara de vuelta a territorio americano todas las inversiones y los puestos de trabajo que la transnacionales habían desplazado a países subdesarrollados, donde las leyes sociales podían amañarse y los salarios de los trabajadores fueran muchísimo más bajos que los de los trabajadores estadounidenses.

De hecho, cientos de miles de puestos de trabajo, que en Estados Unidos debían pagarse por encima de ocho dólares la hora, fueron desplazados a países como Vietnam, donde en esos momentos el sueldo básico era de 25 centavos la hora.

Por cierto, ese programa de gobierno nacionalista era una declaración de guerra contra las gigantescas empresas transnacionales, que gozaban de obtener mano de obra a precio vil fuera de Estados Unidos.

De allí que, desde el primer instante el gobierno de Donald Trump, enfrentó al poderío financiero de las transnacionales que se abocó a una sostenida, brutal e implacable campaña comunicacional apuntada a desprestigiarlo… cosa que, por lo demás, no fue muy difícil dado el carácter errático e impulsivo del presidente Trump.

Es así que, en estos momentos, está en manos de las transnacionales el control casi absoluto de las comunicaciones, a través de los medios de prensa, radio y televisión, y además las redes sociales, mediante su inversión en presupuestos de publicidad.

De hecho se ha mencionado, cautelosamente, que en estos momentos, ya hay importantes cadenas de tv que habían apoyado a Trump y que ahora están ofreciéndose a las cúpulas financieras mediante compromisos de seguir los contenidos periodísticos que los avisadores aprueben.

Por su parte, los medios de prensa más independientes o más comprometidos en términos políticos y sociales, ya están haciendo un verdadero coro de peticiones a sus lectores, para que hagan colaboraciones en dinero para poder subsistir sin depender del financiamiento por publicidad.

En esa perspectiva, al menos en Estados Unidos, el enfrentamiento parece estar dándose en un nivel más profundo que el de las ideologías partidistas de “centro-derecha” y “centro izquierda” tradicionales.

Y, sobre todo a partir de la gente más joven, se hace sentir una búsqueda de conceptos y referentes nuevos, independizados de los esquemas que siguen prevaleciendo en las estructuras del poder político.

Es difícil todavía estimar las fuerzas y los tiempos en que este proceso pueda desenvolverse hasta llegar a ser una opción real de poder político.

Pero sin duda ese proceso ya está en marcha, y se va a hacer sentir dramáticamente durante el gobierno que asumirá en Washington el próximo 21 de enero.

No le esperan tiempos fáciles al presidente Joseph Biden.

Desde ya, muchos de los nombramientos del nuevo equipo de gobierno de Biden corresponden a personajes que tuvieron un rol desafortunado durante el gobierno de Barack Obama, incluyendo a la tristemente célebre Victoria Nuland, que saltó a la fama con su frase “¡A la mierda con la Unión Europea!”, para imponer el interés de Washington sobre el futuro gobierno  de Ucrania. Bueno, en realidad doña Victoria no dijo “a la mierda”. Usó otra palabra más sexual y violenta que por pudor prefiero no repetir.

¿Cómo podrá compatibilizarse el nuevo gobierno, nacido bajo el alero de las transnacionales, con la realidad de una gran incorporación juvenil ganosa de hacer política de un modo diferente y apasionante?

Eso habrá que verlo.

Hasta la próxima, gente amiga. Cuídense, hay peligro… Sobre todo para los que son jóvenes y todavía tienen ganas de vivir.

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Ruperto Concha Analista internacional

    

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