Rubén Darío, Martí, Nazoa, Otero Silva y Massis: versos al Libertador

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Por Correo del Alba

*

Bolívar leído en un libro
(Aquiles Nazoa)

Cuando en su esbelta alfajía
surge la aurora mojada
para tender su mirada
sobre los campos del día,
y en la temprana herrería
despierta el yunque cantor,
porque habla en lengua de amor
y por claro y por profundo,
se llama entonces el mundo
Bolívar Libertador.

Cuando obediente el anzuelo
derrama el mar en la orilla
sobre la arena amarilla
sus pescaditos de yelo,
porque que no es otro su anhelo
que dar de si lo mejor,
un nombre tiene de honor
y un apellido ese mar:
lo llama el aire al pasar
Bolívar Libertador.

Cuando al rescoldo tranquilo
de su cesto de costuras,
mi madre borda blancuras
con sus estambres en vilo,
y palomillas de hilo
vuelan a su alrededor,
ese universo de amor
a que entonces pertenece,
se llama, pues lo merece,
Bolívar Libertador.

Cuando el aguacero frío
sus rotas cántaras vierte

y en toronjiles convierte
las candelas del estío;
cuando la tierra es plantío
con altas yerbas de olor,
ese tiempo labrador
que abril cantando inaugura,
se llama por su hermosura
Bolívar Libertador.

Mi patria y sus caseríos,
sus petróleos torrenciales,
sus comarcas vegetales
y sus tumultos de ríos,
salinas y labrantíos,
animales de albor,
llanto, júbilo y sudor
de esta tierra y de su gente,
se llama sencillamente
Bolívar Libertador.

**

Al Libertador Bolívar: oda (fragmento)
(Rubén Darío)

¡Bolívar! Alto nombre
que de justo entusiasmo el pecho inflama,
fue semidiós, no hombre:
ante el tiempo lo aclama
la sonora trompeta de la fama.

La América garrida,
hoy levanta un clamor que se dilata
de la vega florida
del Orinoco al Plata
que turbulento su raudal desata.

Bolívar se levanta
con la aureola inmortal que orna su frente
y coloca su planta
sobre el Ande; y ardiente
sonríe con amor al continente.

***

Tres héroes (fragmento)
(José Martí)

Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo. El viajero hizo bien, porque todos los americanos deben querer a Bolívar como a un padre. A Bolívar, y a todos los que pelearon como él porque la América‚ fuese del hombre americano. A todos: al héroe famoso, y al último soldado, que es un héroe desconocido. Hasta hermosos de cuerpo se vuelven los hombres que pelean por ver libre a su patria.

Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le salían de los labios. Parecía como si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era su país, su país oprimido, que le pesaba en el corazón, y no le dejaba vivir en paz. La América‚ entera estaba como despertando. Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a nadie más que a sí mismos, y los pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ese fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba. Lo habían derrotado los españoles: lo habían echado del país. Él se fue a una isla, a ver su tierra de cerca, a pensar en su tierra. Un negro generoso lo ayudó cuando ya no lo quería ayudar nadie. Volvió un día a pelear, con trescientos héroes, con los trescientos libertadores. Libertó a Venezuela. Libertó a la Nueva Granada. Libertó al Ecuador. Libertó al Perú. Fundó una nación nueva, la nación de Bolivia. Ganó batallas sublimes con soldados descalzos y medio desnudos. Todo se estremecía y se llenaba de luz a su alrededor. Los generales peleaban a su lado con valor sobrenatural. Era un ejército de jóvenes. Jamás se peleó tanto, ni se peleó mejor, en el mundo por la libertad. Bolívar no defendió con tanto fuego el derecho de los hombres a gobernarse por sí mismos, como el derecho de América‚ a ser libre. Los envidiosos exageraron sus defectos. Bolívar murió de pesar del corazón, 3 más que de mal del cuerpo, en la casa de un español en Santa Marta. Murió pobre, y dejó una familia de pueblos.

****

El Libertador
(Miguel Otero Silva)

Hoy la sombra está muerta frente a su pueblo vivo.
Frente a su mismo pueblo sobre el mismo paisaje,
rumiando el mismo pan y la misma amargura.

Pueblo que aún persigue por las rutas con sol
lo que la arrolladora voluntad de la sombra buscaba.
Hoy la sombra está muerta, mas su pueblo está vivo.
Pueblo vivo y en marcha con la mirada fija
en la bandera libre que tremoló la sombra.
Arar nunca es en vano.
Ni en el mar…

*****

Oración a Simón Bolívar en la noche negra de América
(Mahfud Massis)

Atraviesas la eternidad con un hueso de caballo,
incendiando el abismo como si fuese el abanico de una vieja diosa.
Corre el tiempo, el agua verde entre tus piernas de coloso,
como la flor indígena de la metáfora
o el lienzo manchado sobre la cara de Cristo,
seco como tú, magro, arando en el mar, arando.

Capitán, macho de amarguras, ¿en qué oscura caja reventó tu sueño
entre el gusano y el oro del atardecer americano?
Como en las lúgubres consejas o en las leyendas de los reinos perdidos,
entraron las grullas en la noche, y traidores vestidos de luto
encendieron sus velas amarillas.
Y tú, aterradoramente pálido,
aterradoramente embrujado, (¡América! ¡Oh América!),
rodeado de rameras y blancas moscas salvajes,
de generales leprosos y enanos de largas trenzas.
Sobre el Chimborazo,
donde el Tiempo duerme en su silla de ópalo
petrificado, echaste una vez tu cuerpo diminuto de gran soldado de América,
forjado en hornos
en tumbas abiertas,
en inocultables sollozos.

Te mojó el tiempo, te golpeó con su barba de madera fría.

Un follaje glacial cubría tu rostro de alucinado,
por el que bajaban piedras, tormentas, galerías, ciudades quemadas,
pueblos que lloran como barcos perdidos.
Yo te comparo a la sal, a la locura,
a los poetas, a los grandes hechizados,
a los que iluminan la razón de cadalsos y mariposa.

Te comparo a la noche, terrible madre del día,
a un cristal que se quiebra en medio de la asamblea,
o a un cielo de trigo en que yace una mujer
con la cabeza incendiada.

Recuerdo tus ojos de idólatra,
jurando por la carne humillada del hombre americano,
juramentos enormes como pájaros de neblina sobre el Monte Sacro.

Y junto a ti, Simón, el Viejo,
monumental, huracanado, mercancía
exiliada en medio de la aurora, escoria de oro,
inventando otros escalofríos,
gárgolas de pecho humano entre la lava errabunda y las adivinaciones.

Jaguares melancólicos devoraron tu corazón
como el neblí al astro iluminado,
arrastrando catafalcos, firmamentos desaparecidos,
agitando un cascabel de miseria, un plato de sangre
ante los propios ojos.

Envueltos en trapos escarlatas
nuestros hijos,
¡MALDITOS!
gritan, malditos desde el fondo
de la tierra, desde el fondo del aire.

Cabezas Negras, rufianes coronados
hoy transformados en radiantes verdugos.
Bajo el terciopelo que os cubre sois los mismos,
el mismo belfo, la misma pedrería despiadada,
fríos como montura de muerto;
pero una Sombra,
una irascible,
estremecida,
fulgurante sombra
caerá sobre vuestro delirio, como el ojo de Dios sobre el aceite negro,
en tanto las aves de la tempestad
alumbran la eternidad anunciando un inmarcesible nombre.

Eres tú, Capitán.
¡Estás despierto!
Despierto
sobre el pantano como la pantera en la estepa amarilla.

¡Avanza
entonces sobre esta tierra mojada! y vuelve
a caminar de nuevo, severo, insaciable,
saliendo de tu escritura
como una lágrima del tiempo antepasado.

¡Despierta,
Capitán, despierta.

América te llora como una gran viuda apasionada.

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